La primera pérdida que recuerdo fue la de Águeda y su tienda de chucherías. Desapareció del mostrador de un día para otro y sentí cierto abandono. A las clientas no se les deja colgadas antes de que crezcan y sin previo aviso, aunque apenas te compren unos regalices y un chicle por semana. El negocio cambió de cara, pero nunca fue lo mismo. Hoy en día cerca hay una charcutería. Mi nostalgia se podría lonchear con la cortadora de embutido.

Después cerró sus puertas la librería de Olga, un pequeño paraíso abarrotado de cuentos, recortables, cromos, pinturas, gomas de borrar... La visitaba religiosamente los domingos para comprar un tebeo y soñaba con regentarla de mayor y leérmelo todo entre venta y venta.

Después en la lonja de las fotocopias, que entonces nos dejaban con la boca abierta como ahora las impresiones 3D, empezaron a vender gominolas y ahora hay una de tantas barberías. La librería Ribera vio crecer a mi familia, embelesada con sus libros de gran formato y sus colecciones de miniaturas y coches antiguos. Su cierre supuso una herida que no acaba de cicatrizar. La tercera librería a la que nos mudamos también se terminó despidiendo, al igual que la tienda de revistas y el kiosco. Aún lloramos su ausencia. La próxima en dejarnos será la tienda de fotos. He revelado en ella toda mi vida. Está en liquidación por cese de negocio y, entre tanto bazar y comercio de ropa clonado y sin alma, recogí las últimas copias sintiéndome huérfana.