Todas las agresiones continuadas con niños y niñas a un lado y otro del estirón de pelo, el tortazo, la patada, el escupitajo, el insulto, la amenaza, la burla... son condenables y, por nimias que parezcan –hacer el vacío, patear una mochila, mirar por encima del hombro, señalar y cuchichear–, sus secuelas pueden acompañarles de por vida e incluso empujarles, como les hacían sus compañeros y compañeras por las escaleras del colegio, a quitarse la vida. Todas son condenables, pero hay algunas que resultan especialmente terribles, como las agresiones de índole sexual sufridas –entre otras muchas físicas, intimidaciones y vejaciones– por una niña de cinco años a manos de una compañera de clase en un colegio de Bilbao, que acaba de ser condenado a pagar 40.000 euros a su familia por la “ausencia de auxilio” a su hija. Son execrables las agresiones de índole sexual en sí –lo mismo que la inacción del centro– y que las cometa una menor de tan corta edad golpea directamente a la boca del estómago y la conciencia. ¿Cómo es posible que se le pasase siquiera por la cabeza? Esta semana se ha dado a conocer la condena al menor que mató a su madre en Castro, seis años de internamiento por asesinarla y agredirla sexualmente tras acuchillarla. ¿Qué sucede en estos casos? ¿Han sido estos menores abusados? ¿Han presenciado en vivo y en directo escenas que nunca deberían haber visto?
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