Siempre me he preguntado si las mochilas con ruedas se inventaron para los chavales o para que no murieran en el intento las amamas y aitites sherpas que los acompañan de extraescolar en extraescolar mientras les dan la merienda a intervalos y con el pliego de condiciones debajo del brazo: “El zumo de aguacate, en lo que atraviesa el patio. Las tortitas de lentejas, camino de inglés. El yogur de soja con muesli, antes de robótica”. Con ese encaje de bolillos, toda la semana de aquí para allá a contrarreloj, alguno podría participar en la maratón nocturna de este sábado en Bilbao y ganarla de calle. Podría si no tuviera que madrugar el domingo para ver a su nieta o nieto jugar el partido amistoso de turno, como si no lo hubiera visto ya suficiente los días laborables. El deporte escolar extiende sus tentáculos hasta el fin de semana en horarios intempestivos sin que la Convención de Derechos Humanos haya movido un dedo. Con eso de dejarles fluir, hay chavales que lo mismo piden apuntarse a chino que a mandolina, así haya que hacer tres trasbordos y enlazar a varios familiares durante la ruta. Cuando sus padres ya han localizado grupo en una provincia colindante, dicen que ya no, que ahora quieren trikitixa o pole dance. Anda y enróscate en las farolas de la que te vayas a casa, ¡hombre ya!, que antes era bocata, balón, goma o cuerda y tan mal no hemos salido ¿no?