Hay cosas tan evidentes que cuesta tener que explicarlas, los argumentos sobran. Pongamos el caso de un tren que avanza a toda velocidad por una vía en la que juegan unos niños. ¿Habría que explicarles a esas criaturas por qué deben moverse? Es un ejemplo, desde luego, exagerado, pero que ilustra de alguna forma la frustración de los padres que hoy intentan hacer entender a su hijos el perjuicio que supone dedicarle tantas horas a las pantallas, perder tanto tiempo en una actividad tan vacía como las calorías de los productos sobre edulcorados. Hablamos en casa hace unos días de dos hermanos bilbainos, que han superado ya los 60 años, con trayectorias profesionales hasta cierto punto divergentes. Uno es ingeniero y licenciado en Empresariales por la UPV. El otro licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales en Deusto, pero los dos lideran importantes proyectos. No viene al caso citar sus nombres, pero habrá quien saque conclusiones si cuento que uno trabaja en la industria aeroespacial y el otro en el mundo financiero. Me preguntaba en la citada conversación qué clase de padres habían tenido, cómo habían logrado lo que todos queremos para nuestros hijos: que trabajen duro en la etapa de formación para tener un buen futuro laboral. Seguro que además tenían la cultura del esfuerzo en el ADN, planteé. “Y además no tenían teléfono móvil para distraerse”, me respondieron.
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