Muchas veces pienso que Aste Nagusia es un milagro. Y lo digo con más dosis de creencia que de fe. Me explico. Finalizados los nueve días que han durado las fiestas se puede decir que el balance es más que positivo. Como decía el alcalde, Juan Mari Aburto, y lo secundo totalmente, a la persona que le han robado el móvil o ha tenido una agresión estas palabras le pueden parecer, cuando menos, frívolas. Y no quiero dejarlo en hechos aislados ni restarles la gravedad que tienen. A mi amiga le han robado el móvil y le han amargado las fiestas por todo lo que guardaba en ese pequeño artilugio rectangular. Pero cuantificando las miles y miles de personas que han estado este año en la calle los datos inclinan la balanza a pensar que Aste Nagusia ha superado de manera positiva lo que son unas fiestas de este calibre. Es verdad que siempre se puede mejorar y que llegar a la cota 0 de robos, delincuencia y actos incívicos es el objeto que persigue el Ayuntamiento, pero el reto es ya de por sí maximalista. Creo de verdad que vamos avanzando en casi todo y digo en casi todo porque de mis incursiones en la fiesta lo que más me ha llamado la atención son los actos incívicos. Lo de mear en la calle lo llevo fatal. Por los olores y todo lo demás. Seré de otra generación, a cualquiera nos ha llegado el momento de no aguantar y escondernos donde sea. Pero es que ya, ni eso. Si a uno o a una le entran ganas, pues tan ricamente. Aquí y ahora, y sin recato.