ES difícil tener una opinión clara respecto a Carles Puigdemont. Por un lado, se enfrenta a una causa judicial por una actuación que, a pesar de no contar con todas las garantías legales por el veto del Gobierno español, era básicamente un intento de expresar democráticamente las aspiraciones políticas de gran parte de los catalanes. Otra cosa es si el resultado del referéndum alcanzaba para declarar la independencia. Y no se puede obviar que en las últimas elecciones al Parlament también ha hablado el pueblo –con mayor pluralidad y participación– y el apoyo al independentismo no ha alcanzado la mitad más uno de los votos. Al margen de estas dos últimas cuestiones, el rechazo de tribunales de otros países a la extradicción del expresident de la Generalitat refuerza el argumento clave para Junts, que Puigdemont “no tiene garantías de un juicio justo en España”. Dicho esto, el fugado de Waterloo no despierta gran simpatía fuera de su partido. No se percibe ese halo de heroicidad, esa altura política que mueve montañas entre sus correligionarios. Más bien todo lo contrario. Tras eludir la cárcel con su fuga mientras otros responsables del procés esperaban entre rejas el indulto, en esta ocasión ha permitido la detención de los que colaboraron en el truco de escapismo del pasado jueves. La gran duda es si Puigdemont se cree realmente un estadista icónico del independentismo catalán o simplemente mira por lo suyo.