Cuesta distinguir cuál es la mejor noticia: que el verano esté pidiendo paso o que se vislumbre un largo periodo en el que no tengamos cita con las urnas, de las que ya pasamos suficientemente el domingo, y no es de extrañar. Sumergidos en un bucle infinito este último año, y con poco que celebrar bajo el manto belicista que nos engulle, resulta chocante que (casi) toda la clase política siga dedicándose a festejar las resacas electorales entregada a su realidad paralela cuando, en verdad, nadie está para echar cohetes. Desde quienes no han visto colmadas sus expectativas hasta los que ven amenazado el trono pasando por el monstruo de tres cabezas parido al albur de la radicalidad ultra o por quienes se dedican a echarle la culpa al empedrado de sus repetidos tropiezos. Aunque cada elección tiene su cariz, mucha gente decide votar ya con las tripas o valorando sus cuitas más cercanas: la inseguridad ciudadana, una huelga de autobuses o la implantación de la OTA en su pueblo. Todo vale para echar en cara al dirigente sus tropelías se vote lo que sea. Lo que viene siendo el hartazgo, más aventurado que el cabreo, porque luego surgen engendros que se nutren de este alpiste y seducen a nuestros jóvenes aprovechando sus nuevos modelos de socialización, el uso de las redes sociales y de influencers que ejercen casi como predicadores. Ahí reside nuestra mayor amenaza social mientras los llamados profesionales de la política siguen a lo suyo.

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