Cuando uno empieza a ver cómo los votos se le escapan por el sumidero a golpe de cita electoral –y vale para todos–, no hay fondo. Los líderes prometen ejercicios de autocrítica y revisión de los dogmas, pero el empecinamiento, cuando no ensimismamiento, les lleva a moverse en círculo y terminar en el mismo sitio. Como cuando Toshack pensaba en revolucionar todo el equipo y al fin de semana siguiente alineaba a “los mismos once cabrones de siempre”. Algo así ha mandado a Pere Aragonès a la papelera de la historia tras sufrir ERC la crónica de una hecatombe anunciada. El independentismo no se ha volatilizado ni, de repente, se ha convertido al unionismo, sino que la política friendly respecto al Estado por la que se decantó ha acabado con la paciencia de un electorado que ya venía advirtiendo de que iba a cobrarse la factura de la desunión y esa bilateralidad colectivamente estéril. Porque los dos millones largos de ciudadanos que durante años se echaron a las calles no lo hicieron para que un president tratara de hacerles ver que tendrían que consolarse con un Concierto a la vasca que diera la razón a quienes sostienen que el conflicto se reduce a lo monetary, y con la promesa de un referéndum acordado sobre una mesa sin patas. Porque para limitarse a la política pop de izquierda, que está bien, no hacía falta ese viaje. Y porque para entregarse a una estrategia más identitaria, ya tienen al original. Y Sánchez lo supo leer antes.
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