CUANDO uno apela a la memoria para combinarla con el presente corre el riesgo de caer en la marmita caducada del cuando yo tenía tus años. Un caldo en el que desde hace siglos se cocina la incomprensión o, si se quiere, la ventaja de quien en la mayoría de los casos no luce una hoja de servicios inmaculada, pero siente que solo por el peso de los años tiene derecho a dar consejos a los que vienen detrás. Sobre todo a sus hijos. No discurren por ese fango estas líneas, espero. Más bien al contrario, se intenta. Ocurre en todo caso que la convivencia con adolescentes es una fuerza de la naturaleza. Un viaje en el tiempo que enfrenta cara a cara con un espejo del pasado que tiene voz y dice algo así como tienes que esforzarte más o no llegarás a nada. Seguro que les suena y hoy saben que es verdad. Pero es cierto que es muy difícil regatear al presente, al pegajoso carpe diem. Tiene una asombrosa capacidad para ponerse delante una y otra vez y complicar el camino. Dicho lo cual, llama la atención del observador atento la efervescencia inconsciente de una juventud entregada a las marcas. No les importa llevar destrozados unos zapatos si llevan a los lados un símbolo reconocible y que denota un estatus. Es más, prefieren llevar un emblema ajado que no tenerlo. Renuncian a la simbología y apuestan por los logotipos. Disculpas. Recuerden que ya les había advertido de que era posible que terminara en los zapatos del abuelo cebolleta, sea quien sea.