Quizá no lo tengan agendado, pero les recuerdo que mañana, después del vermouth o el txakoli, tienen cita con las urnas. ¡Qué suerte elegir a quienes nos gobiernan! Poder votar y que luego hagan lo que quieran cuatro años. Afortunadamente me he librado de estar en la mesa. No hace mucho me tocó hacer de presidenta. No hay dinero que compense ese malabarismo de convivencia. Sobrevivir doce horas con los vocales es, directamente, de indulgencia plenaria. En la mesa de al lado, dos se dijeron de todo porque uno era más de carne y el otro, de pescado. Muchos, más de los que cabría suponer, se traían el voto preparado de casa. Bien dobladito, eso sí. Por eso me colaron unas lonchas de chorizo en un sobre. Con las horas, la grasilla se filtró y se pringaron bastantes papeletas. Otros preferían cogerlo en el colegio y miraban, de reojo, quién tenía el taco más bajo. Y los del sufragio en la intimidad usaban las cabinas, con esas cortinillas gris pringoso, de modo que parecían estar saliendo de una cabina de vídeos porno. Porque el día de elecciones es como el día de la marmota. Todo se repite y hay candidatos atrapados en el tiempo. Siempre vamos a ver ese pueblo que sale por la tele porque a las nueve y cinco ya han votado todos y también comprobamos cómo nunca pierde nadie. Y eso que mañana se rifa alguna colleja y más de uno tiene todas las papeletas.