DE uno u otro signo, los vascos han acudido a las urnas hasta una docena de veces la última década para resolver las cuitas de su tierra, de la ajena, de la europea y hasta de su último pueblo. En el caso de quienes nos vemos abocados a atender el escrutinio de otros feudos históricos, el número de ocasiones supera con creces la veintena. Y todo para cabalgar el día después sobre el bucle de la próxima convocatoria, quién sabe dónde, cuándo y, desde luego, para qué. El hartazgo generalizado que nos embriaga a los comunicadores de turno discurre por el mismo carril que el del ciudadano que, en nuestro caso, está llamado a votar dos veces en apenas mes y medio mientras mira por el retrovisor lo que sucede en la nación hermana, donde previsiblemente el president en el exilio se autoproclame hoy candidato... si no es de una cosa, de la otra. Ahora que los mítines de campaña son guiones prefabricados que caducan en cuanto acaban, que la clá mediática es un compendio de empresas entregadas a la propaganda con espíritu de hooligan futbolístico, que las encuestas se publican con ánimo tendencioso y la bilis política se vomita a diario sin necesidad de haber nada en juego; no es de extrañar que quien se lo pueda permitir ore por la llegada del estío para poner tierra de por medio y a la vuelta encontrarse ya a todos bien sentados, que es de lo que la ciudadanía cree que va esto. A estas alturas, quizá tenga razón. Esto arranca. ¡En sus puestos... ya! l

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