LA vida en la calle es dura, muy dura. Los que trabajan al raso lo saben. Los que piden limosna, también. Pero los que peor lo pasan son los que tienen por dormitorio una esquina a resguardo y observan el cielo negro como techo. Dos datos aportados por la Diputación esta semana son relevantes. Entre los 340 homeless detectados en Bizkaia, uno de cada cinco son jóvenes extranjeros y casi el 90% proceden allende de nuestras fronteras. Es decir, que apenas existen locales entre los desfavorecidos a los que los infortunios les obligan a carecer de una vivienda donde alojarse. Son datos engañosos porque dejan ver que tratamos aquí mal a los foráneos, que tienen que dormir en la calle y más los menores no acompañados que han dejado de serlo. No es así. La cuestión es que la mayoría de estos chavales censados, en un cuenteo que cambia de protagonistas constantemente, llegan a Bizkaia de otras zonas del sur de la península y Melilla porque saben que tienen más oportunidades. Allí no existen programas sociales para que este colectivo aprenda un oficio y se inserte en la sociedad. Allí no aportan una ayuda en forma de Renta de Garantía de Ingresos. Así que cuando pueden emigran otra vez pero dentro de la península, unos para quedarse, otros de paso. Porque también duermen en las calles unos días, unas semanas, los que van hacia un destino europeo cerrado donde un familiar les espera para buscar una vida mejor. Ojalá ninguno hubiera tenido que salir de su país.