NO hay bien más preciado, como sentimiento de pertenencia, señal de identidad y riqueza cultural, que, en nuestro caso, el euskera. Las lenguas, lejos de levantar muros, tienen que derribar fronteras, y aquellas que son minoritarias en este mundo donde avanzamos por asimilación se ven obligadas a una extrema protección. Su uso como ariete ideológico de cualquier signo solo puede derivar en el efecto contrario: su rechazo. Las consecuencias e interpretaciones en torno al nuevo decreto para su normalización en la Administración vasca son fiel reflejo de ello: desde quienes entienden que se queda corto hasta los que hablan de imposición o los que lo han consensuado dejando cierta sensación de inconcreción, dudas y hasta temores. Más allá de cómo acertar en su aplicación, bien harían todos en promover su uso posibilitando aún más y mejor el acceso a su aprendizaje, tanto en el sector público como, fundamentalmente, en el privado. No hay mejor herramienta para atraer que la seducción. No tiene mucho sentido que quien se ha educado desde la infancia en su lengua materna deba acreditar su conocimiento con exámenes con mero afán recaudatorio, ni que uno deba sopesar si gastarse 200 euros en el euskaltegi o en llenar el carro de la compra. Hay países donde para atraer talento abren gratuitamente las puertas al conocimiento de su idioma. Al fin y al cabo, es de todos y para todos. l

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