YA no quedan tiendas de ultramarinos como aquellas de antaño en las que lo mismo te vendían unas alpargatas que una colonia y por supuesto fruta, jamón, conservas y hasta juguetes. Tenían un poco de todo, pero sobre todo eran la referencia para el vecindario. No necesitaban títulos académicos para ejercer de psicólogos, matemáticos, o influencers. Tampoco se ajustaban a horarios. Se comunicaban a golpe de teléfono para satisfacer las necesidades de sus clientes ya fuera sábado o domingo. No se trataba de esclavitud ni servilismo, el cliente a lo largo de los años forjaba una amistad con él o la tendera y viceversa, así que la empatía era mutua a la hora de resolver los problemas. Recuerdo la tienda de ultramarinos de Ester; cada vez que se inundaba el pueblo y, eso ocurría en cada crecida del río, todos los vecinos acudían en su ayuda para poner a salvo la mercancía. Ester sabía quién aprovechaba que se daba la vuelta para robarle una manzana y ese con traje que miraba las lonchas de chorizo a trasluz para que no pesaran demasiado. Los comercios han evolucionado, han tenido que adaptarse a las exigencias de las nuevas tecnologías y de las nuevas técnicas de moda. Ahora para vender hay que saber idiomas, informática, redes... A veces se nos olvida que quizás lo más importante es la profesionalidad del que está atendiéndote. Vale más su consejo por experiencia y su empatía que muchos otros tantos másteres en moda. Reivindico esas tiendas de toda la vida.