LOS bares de Bilbao pierden hasta 4.000 euros al año al tirar los pintxos que nadie se lleva a la boca. Un presupuesto con el que podría subsistir, aceite de oliva aparte, una familia. No sé ustedes, pero yo cada vez que tiro comida me siento como si muriera un gatito. Serán los efectos colaterales de pasar durante años junto a unos contenedores donde volcaban kilos y kilos de alimentos caducados de un súper, restos de una pescadería y desechos del jantoki de un colegio. Lo peor no era presenciar, bajo la atenta mirada de las gaviotas subidas a las farolas, cómo los depositaban sabiendo que millones de personas pasan hambre en el mundo, sino ver los rostros de los que levantaban la tapa y rebuscaban en vivo y en directo. Entre ellos, un hombre mayor, con los días contados por un cáncer avanzado, y una mujer que llenaba su carrito lo mismo con unos puerros alicaídos que con unas pechugas pasadas de fecha para ayudar, con lo ahorrado, a pagar la hipoteca de la casa de su hijo. Recuerdo las raíces canosas de su pelo a falta de tinte, cómo hacía tiempo mirando los escaparates, el día que la vi saludando a través de la verja a su nieto... Así que cada vez que tiro una fruta trampa, de esa que compras verde y se estropea en un abrir y cerrar de nevera, me duele por ellos. También cuando un crío desperdicia medio gallo retirando la piel y las espinas. Pienso en los niños que no comen pescado fresco o no comen pescado o no comen y se me parte el alma.
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