Al llegar a cierta edad, el escepticismo viaja en el asiento de al lado a todas partes. No tanto por lo que uno sabe, que también, sino por el desarrollo gradual de un superpoder: detectar cuando alguien habla de algo sin tener la más remota idea del asunto. O en el mejor de los casos tiene dos claves más o menos afinadas y levanta un argumento que se sostiene con la consistencia de un merengue. Ocurre de forma demasiado habitual. Se juntan cuatro personas, en una tienda, en un bar, a la salida de misa o en la punta del Serantes y fluyen las opiniones en plan Niágara. Pero si sintonizas la conversación, ves que no se sostiene. No es nada nuevo, claro. Opinar es innato y sencillo como respirar, igual de necesario. Y siempre hubo encantadores de serpientes que empujaron a otros a primera fila de la batalla mientras ellos se beneficiaban sin despeinarse. Se ve ahora con Vox. Se aprovechan de las frustraciones para medrar, y para ello siembran una simiente de discordia. Dos bandos frente a frente. El mío y el de aquel al que estoy dispuesto a partirle la cara o las piernas. Olor a pólvora sin que los que pueden hacer algo al respecto, aislándoles y rechazando sus postulados, den un paso al frente. Y con lonas excluyentes colgando de los edificios más altos. Cosas que pasaron hace noventa años en Alemania y que se les fueron de las manos a los que creían que tenían controlada a la bestia, que no les iba a hacer besar la lona y perder el respeto por la humanidad.
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