EN ocasiones lo veo todo amarillo, aparte de la tortilla francesa que tantas cenas a contrarreloj nos salva, los pósits que lo empapelan todo y Los Simpson, que esta vez no han andado finos y no han vaticinado la salida del Tour desde Bilbao. Lo veo todo amarillo, desde las portadas de los periódicos hasta los pastelillos. Voy a pedir cita presencial porque también veo lunares rojos, tamaño ensaimada XXL, flotando en el estanque del Guggenheim. Y, por si fuera poco, se me han subido las bolas leyendo las crónicas de los ciclistas que han coronado el Tourmalet. Por no hablar de la sudada que me he pegado pedaleando, línea a línea, con Indurain. He acabado tan agotada como el día que intenté, desde el trabajo, que la innombrable hiciera un sofrito. “Echas un poco de cebolla y ajo y, cuando se doren, el pimentón”. “A ver, ama, es que con tantos ingredientes...”. Repito la receta. “¿Y cuánta cebolla y ajo? ¿Y de dónde me saco un pimiento?”. “He dicho pimentón”. Whatsapps, llamada de refuerzo... Todo eso para que acabara buscando un tutorial y, después, esperando al padre de las criaturas, que le hizo un mentoring sénior a pie de sartén. La verdad es que su estrategia disuasoria es un rato. Se gasta más energía en lograr que recojan el cuarto que en un esprint. Encima, a cierta edad, no te llenan las pilas ni con un triste beso. “Ya te di uno delante de un amigo y ese era premium”, me suelta el crío. ¿Para cuándo los enchufes para recargar padres en los parkings?
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