NO sé si es porque he desarrollado una intolerancia a Leonardo DiCaprio y las películas románticas o simplemente por llevar la contraria, pero lo cierto es que no he visto Titanic. No me miren así, que tampoco he matado a nadie. El caso es que se pueden imaginar el interés que me suscita visitar sus ruinas a tomar por saco, en línea recta, en el fondo del mar. A algunos millonarios, sin embargo, les ha fascinado la idea hasta el punto de poner en riesgo sus vidas. Y, según parece, perderlas. Nada que objetar. También hay quien se expone haciendo turismo espacial y, por mí, como si quieren subir al Everest sin oxígeno por la cara más escarpada con temporal y zapatillas de ballet. Otra cosa es el despliegue internacional de barcos y aviones que acudan al rescate, quién paga la factura y, lo que es verdaderamente importante, si ese esfuerzo titánico se hace para salvar la vida de todos los seres humanos por igual. En el mar, como en los hospitales, se debería de hacer un triaje, máxime si unos se juegan el pellejo por capricho y otros por necesidad. Para vivir una experiencia extrema no hace falta gastarse los 230.000 euros que valía el billete en el submarino desaparecido. Basta con ser pobre. Y embarcarse en un pesquero junto con otros centenares de inmigrantes. A los de la bodega no les duró el oxígeno cuatro días. Murieron ahogados y ya. Si es que alguna vez vivieron sin estarlo.

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