SOY el único de la clase que no tiene móvil, que come acelgas, que no ve la tele por las noches, que yo qué sé... La clase es la vara de medir de todo niño o niña que se precie y cuando la sacan a relucir –después de preguntar qué hay de comer– suele ser para protestar. A veces, sin embargo, se comparan con los habitantes de ese micromundo que es el aula y ser diferentes, más que enfado, les causa preocupación. Soy el único de la clase que no sabe qué quiere ser de mayor. A mí, la verdad, teniendo en cuenta que tienen entre once y doce años, lo que me preocupa y bastante es que el resto ya lo sepa. O lo que es peor, que algunos no lo sepan e improvisen cualquier cosa, desde influencer a científica, por no reconocer que son los únicos de la clase que no tienen ni pajolera idea. Porque en infantil uno sabe a ciencia cierta que quiere ganarse la vida siendo un agente de la Patrulla Canina, la Sirenita o un guardián de la galaxia, pero, a las puertas de la adolescencia, lo suyo es que les empiecen a asaltar las dudas. Al menos a mí me persiguieron hasta Bachillerato. Ese nivel educativo al que uno llega descartando asignaturas –vade retro latín– como quien descarta naipes al mus. Ahora anda la cosa revuelta con si se inflan o no las notas, como si a nadie le hubieran dado nunca un empujón. A mí, en un examen de integrales. No lo aprobaba ni a la de tres. Están sobrevaloradas. Sobre todo si lo que quieres es estudiar Bellas Artes y te matriculas en Periodismo. l

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