SALVO algún caso esporádico o exceso de ínfulas, no me creo la postura impostada de todos esos dirigentes sorprendidos por no haber recibido en las urnas el usufructo esperado. Hay demasiado análisis que obvia el factor crucial y que, de no considerarlo, es por su escaso apego al mismo: el pálpito de la calle. Mucho más sincero y determinante que cualquier barómetro electoral. Ocurre que, demasiadas veces, es la poca costumbre de pisar el asfalto, por el que caminan los tuyos y los ajenos, lo que desorienta las estrategias de campaña hasta el punto de creer que con avasallar dos semanas al respetable basta para seducir con cantos de sirena, sobreactuaciones y promesas que nunca se sabe si llegarán a buen puerto. El abstencionismo ciudadano no surge de la desidia ni de la falta de compromiso, sino que brota cuando no detecta empatía con sus problemas cotidianos. O cuando contempla cómo sus afines se enfrascan en guerracivilismos o se empeñan en señalar al enemigo equivocado por pura ansia de poder, que es como pegarse un tiro en el pie. Después viene lo de echarle las culpas al empedrado, mascullar conspiraciones y hacer autocrítica hablando del sexo de los ángeles. Pero más allá de aquellas mentes taladradas con eslóganes y discursos trumpistas, las sociedades suelen actuar con madurez cuando otorgan voluntades y retiran confianzas. Pensar lo contrario sería tildar de títeres a quienes sostienen el sistema: las gentes y sus calles.

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