CUANDO una empresa se va, algo se siente en el alma de la administración pública por el lado de los votos y en las arcas de Hacienda. Lo de Ferrovial tiene más de lo primero que de lo segundo. Hace falta tener mala leche para irse justo en un año superelectoral. Y, por aquello de las afinidades políticas, no se puede descartar que un día comparezcan juntos Alberto Núñez Feijóo y Rafael del Pino compartiendo un mensaje tipo Piqué respecto a Neymar: “Ferrovial se queda”. Qué cortina más vistosa ocultando, por ejemplo, el desmantelamiento de la sanidad pública en Madrid. Es cierto que la constructora no tiene deudas pendientes con España. Otra cosa es que Rafael del Pino padre medrara en la posguerra subido al imbatible tren del desarrollo económico del franquismo, dopado por el intervencionismo del Estado y sus prebendas con la parroquia afín al dictador. Es difícil pensar que la compañía creciera con una política salarial justa hasta situar a la familia del Pino entre las principales fortunas del país. Y en cambio intuir cierta desazón cuando la llegada de la democracia impulsó los derechos de los trabajadores. Los empresarios arriesgan su dinero, generan empleo, ingresos fiscales y tienen derecho a pacer donde les venga en gana. Pero de alguna forma también están obligados a mantener cierta higiene estética y moral. Y la administración, por su parte, debe primar a los que están comprometidos con el entorno. ¿Habría ganado Ferrovial la licitación del Guggenheim si fuera una empresa holandesa?