LLÁMENME obsoleta, pero lo primero que me solía venir a la cabeza al oír el nombre de Shakira era el Waka Waka de última hora de las verbenas y bailes de boda (como les aprecio, les omitiré los detalles). Desde ayer, aún no sé si por suerte o por desgracia, ya no hay vuelta atrás. Con el pique musical que se trae la loba desde que se separó del futbolista, no hay hijo de vecino que pudiera acostarse anoche sin haber oído sus zascas retransmitidos por tierra, mar y aire a nivel mundial. Me atrevería a decir que interplanetario. Las opiniones llueven por versos a gusto del consumidor. Hay quien aplaude su poderío femenino cuando canta Las mujeres ya no lloran, las mujeres facturan o quien evoca un chiste esteso-pajaresiano cuando entona Me dejaste de vecina a la suegra. Algo que equipara en nivel de chunguez con la prensa en la puerta y la deuda en Hacienda. Como plumilla no me doy por ofendida, pero como conductora que fui de un R5 y adolescente con reloj de plástico negro en la muñeca, lo de Cambiaste un Ferrari por un Twingo, cambiaste un Rolex por un Casio me ha tocado la fibra. Que una cosa es ser una cantante de éxito y otra creerse más que nadie. Menos lobos, Caperucita.

Para humilde, el alcalde de un pueblo de Valencia que se presenta con una tarta a cenar en casa de los vecinos para escuchar sus propuestas. Tiene reservas hasta marzo. Ni que fuera un estrella Michelin. Pena que no admita invitaciones de foráneos.

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