Síguenos en redes sociales:

La lotería, ni fu ni fa

Vaya por delante que a mí la lotería, ni fu ni fa. Pertenezco a esa categoría de seres humanos –haberlos, haylos– que compró los décimos de rigor, el del trabajo y el del bar de cabecera y para de contar. Y no porque esperara con ilusión que me tocara algún premio, sino por vacunarme contra lo que se me vendría encima si les tocara a todos y a mí no. “Pero, tía, ¿cómo has podido no comprar lotería del curro?”, me preguntarían todos como si hubiera cometido un delito. Con tal de no verme en esas, doy los 20 euros por bien invertidos. Ahora, puestos a buscarle su aquel, a mí lo que de verdad me da satisfacción es que ese compañero de trabajo/pariente lejano/vecino que solo te habla una vez al año para venderte una participación del club de fútbol/baloncesto/hockey de su hijo/hija tenga que hacer recolección de papeletas, con su correspondiente reembolso, porque ha tocado el dinero atrás. Eso es el karma. Por poner al personal en un compromiso. Yo los décimos de rigor -del curro y del bar de abajo- no sé ni dónde los tengo, pero las papeletas las guardo como oro en paño. La venganza se sirve en un boleto que vuelve por donde ha venido. Recuerdo que antes eran los chavales los que vendían papeletas para rifas de cestas de Navidad, que hoy día podrían cotizarse más que una pedrea. Mejor eso que la caja de polvorones que le vendió el hijo de una vecina a mi madre para recaudar fondos para el viaje de estudios. Ni rifa ni leches. Premio directo en la puerta de tu casa y sin escapatoria posible. Dos kilos de dulces con los que se podría haber hecho hormigón armado para rellenar zanjas en Bilbao.

arodriguez@deia.eus