Que el cerebro de John Stuart Mill corría por el siglo XX mientras su cuerpo andaba por el XIX es tan evidente como que abogó por la libertad del individuo, evolucionó su liberalismo a una economía mixta de corte social o, imbuido por el impulso de su pareja, la ya entonces feminista Harriet Taylor, fue pionero en plantear la igualdad de género. Ya ven, incluso hoy, siglo y medio después, algunas de sus ideas son aún clarividentes y necesarias. La de que “ningún problema económico tiene una solución puramente económica”, también. Y lo es a raíz del aumento exponencial del coste de la vida, si cabe aún más notorio en las semanas de diciembre, cuando la inflación ya no cuenta para el cálculo de las pensiones -se hace con la de noviembre- pero escala en cordada con estos días de despreocupación festiva que acaban hoy. Menos conocido que el economista londinense, pese a a dar nombre a un cráter lunar y a un asteroide, Georg Christoph Lichtenberg fue otro adelantado a su tiempo, capaz por ejemplo de desarrollar un siglo antes, en el XVIII, experimentos fotoeléctricos con los principios básicos que todavía hoy utilizan las fotocopiadoras. Pero, además, el científico y escritor alemán gozaba de una ironía que dejó en frases para la posteridad. Y una de ellas, de hace más de doscientos años, completa la de Stuart Mill: “la inflación es como el pecado; cada gobierno la denuncia, pero cada gobierno la practica”.