Usurpo la lamentación de Aitor Esteban para asentir que el Congreso se está convirtiendo en “una tasca de mala muerte” donde, en una atmósfera con olor a naftalina, sus señorías, en lugar de ofrecer certezas y soluciones, sueltan espuma por la boca sin casi ruborizarse. La política va camino de convertirse a pasos agigantados en un juego declarativo de consumo interno, un oficio para los políticos y su entorno, un lodazal donde se pía mucho para hacer luego bien poco, donde las generalidades y vaguedades solapan la autocrítica ante las crisis de gestión y, como decía el escritor francés Louis Dumur, parece consistir en “el arte de servirse de los ciudadanos haciéndoles creer que se les sirve a ellos”. Los partidos son solo el soporte del engranaje, siglas convertidas en maquinarias electorales que priman más sus puestos de trabajo que el altruismo y el bien común. Nos reíamos del felliniano vecindario europeo cuando la mierda nos llega ya a la altura del cuello. La oquedad no habita en su ejercicio sino en quienes lo ejercen. Como diría Groucho, unos artistas en buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados. Ya lo suscribió el general Charles de Gaulle, algo demasiado serio como para dejarlo en sus manos. A ver qué justificación hallan esta vez en mayo cuando medio país vuelva a quedarse en casa. Porque se apodera de mí el deseo irrefenable de pasarme ese domingo precisamente en la tasca.