EL gesto déspota de Carlos III ordenando que le retirasen un tintero es propio de quien tiene entre sus conductas obsesivas que cada mañana le planchen el pijama o los cordones de sus zapatos, o que el tapón de la bañera se halle en una posición determinada, como reveló Paul Burrell, exmayodomo de Lady Di, ella sí, la princesa del cuento. Lo hizo ante la complaciente mirada de la mujer a la que sirve de támpax desde antes de que contrajera nupcias con la desaparecida, de cuyo funeral uno guarda como incunable una cinta VHS que en casa desgastaban para escuchar a Elton John encender velas en el viento. Porque si la muerte de Isabel II puede haber causado tristeza entre sus súbditos, la de la despampanante Diana fue una conmoción planetaria que provocó riadas de lágrimas al papel couché. La duda está en si la villana oficial de los 90, Camila, con apellido de pluma, fue también acosada mediáticamente y la tiraron a los perros, o si la perra del infierno fue ella. Desde luego, su marido, al fin rey y Papa de la Iglesia anglicana, ejerció de Ángel Cristo en una familia de la que se salvan pocos, entre el hermano abusador, las trazas nazis de Harry y las teorías conspiratorias sobre cómo acabaron con la melena rubia de Gales. Eso sí, la difunta reina no ordenó a la policía repartir hostias como panes a los escoceses mientras votaban. Un cuento real propio de la Republinarquía que tanto gusta a Sánchez y amigos.

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