RA de los que protestaba cuando llegaban las celebraciones familiares navideñas, esas citas ineludibles a las que hay que acudir sí o sí. Miembro de una familia numerosa que mantenía este rito cuando ya las biznietas, y la bisabuela, se sentaban a la mesa, se quejaba porque, aunque se repartían las labores para preparar las comidas y cenas, a lo largo de más de treinta años una de sus cuñadas solo aportó el embutido mientras el resto de los hermanos y cuñados se peleaban con los fogones de sus respectivos domicilios. Así que cuando todo apuntaba a que este año solo iban a poder reunirse seis personas en torno a la mesa, se frotó las manos y esbozó una sonrisa mientras hacía cuentas mentales. La bisabuela nonagenaria que acepta todo de buen grado, la pareja progenitora que se curra las dos comidas y las cenas, la hija con la nieta y el hijo. Seis. Ni uno más. Nada de hermanos, hermanas, cuñados, cuñadas, sobrinos con parejas y sobrinas con niñas muy menores de edad. Era la excusa perfecta. Solo una sombra planeaba sobre su mente: ¿Qué haría su hermano, el separado, quien vive con su madre, pero no tiene hueco con ninguno de los componentes de la familia? El puzle, y la duda existencial, se vino abajo cuando el decreto amplió el número de comensales permitido hasta la decena. La excusa perfecta se convirtió en un pispás en la exexcusa perfecta.

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