ASAMOS la Semana Santa, en el lejano abril, confinados en nuestras casas, sin un humilde viaje que realizar y sin procesiones para los católicos practicantes de temporada. Entramos en el verano convencidos de que el calor acabaría con el bicho, pero vimos que el coronavirus resistía las altas temperaturas mejor que los utensilios de cocina de silicona y que nuestra ilusión por recuperar la normalidad era más inútil que la última rebanada del paquete de pan de molde. Recuperamos la vida social, con restricciones de todo tipo, y aprendimos a estar en los bares sin apelotonarnos. Pese a todo, las medidas de protección ante el avance de la pandemia y las recomendaciones gubernamentales y sanitarias para prevenir los contagios se han endurecido a medida que se acerca el invierno. Cerraron los bares y nos advierten de que consumir bebidas y comidas en calles o parques supone un riesgo para la salud, por lo que es previsible que la nueva normalidad haya llegado para quedarse. Todo esto cuando aún quedan veinte días, según todos los vaticinios, para que los establecimientos hosteleros recuperen su actividad y a poco más de un mes para que las navidades más atípicas del siglo llamen a las puertas de nuestros hogares. ¿Se podrá entonces mantener reuniones familiares de más de seis personas? ¿Continuará en vigor el toque de queda entre las 22.00 y las 6.00 horas? ¿Podremos celebrar las fiestas en otro municipio? Preguntas sin respuesta.

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