AY tanta incertumbre sobre el coronavirus que transita ya en un plano cuasifilosofal: Solo sé que no sé nada, Cuanto más conozco menos sé, Daría todo lo que sé por la mitad de lo que ingnoro... Son frases que parecen un traje a medida de esta crisis sanitaria que, entre ola y ola, está erosionando la economía a marchas forzadas. La única certeza es que esta historia se acabaría si toda la población se encerrara en casa hasta la fase de vacunación masiva, algo del todo imposible. Sin embargo, el presidente Sánchez ha tenido que dar un golpe de estado de alarma para doblegar a los quintacolumnistas del Gobierno de Madrid y cerrar la capital del contagio. Por lo demás, hay dudas sobre si el virus se transmite o no por el aire; se comenta por ahí que lavarse las manos con hidrogel más de veinte veces al día puede generar problemas en la piel; se plantea ahora una vacunación global contra la gripe para frenar el covid y otros expertos minimizan su impacto; respecto a la mascarilla -que tiene enfrente una legión de detractores- nos cuentan que produce eccemas, crisis de ansiedad y problemas psicológicos y, por si fuera poco, se supone que hay un ejército de ciudadanos que circulan por las calles con tapabocas que no protegen. En medio de ese mar de informaciones, me quedo con la reflexión de un trabajador de Osakidetza, recién vacunado de la gripe, que afronta con cierto optimismo esta batalla del covid y que confía en que el sistema pueda ocuparse del resto de enfermedades lo antes posible.