ASTA que uno no vota por correo no sabe exactamente el peso de su sufragio: 14 gramos. Seguro que es algo más de lo que pesa el voto ordinario, porque hay que sumar otro sobre y el certificado de inscripción en el censo, pero esos 14 gramos -que más o menos son la suma de diez lombrices, por buscar una referencia fútil- tienen la importancia que cada uno quiera darles. Se supone que el desencanto con la política es el argumento principal de la abstención y las cosas son como son, es muy difícil llegar a todas las sensibilidades, porque cada uno es de su padre y de su madre y tiene sus inquietudes. Sin embargo, siento un ataque de responsabilidad cada vez que hay un cita electoral. No he fallado ni una sola vez desde que puedo votar y en esta ocasión tan especial, en la que las elecciones se han retrasado y han caído justo en el epicentro de las vacaciones, he sudado tinta pensando que mis 14 gramos de voto no iban a tener la influencia que merezco en el resultado porque el cartero no terminaba de llegar a casa. Aunque no lo parezca, votar es decidir. Como dijo Winston Churchill, la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción del resto, que han desaparecido o están condenados a hacerlo. No hay recetas secretas, pero uno, que se acuerda vagamente de aquellos tebeos, todavía no eran cómic, en los que el "¡Voto a bríos!" ocultaba el mayor de los exabruptos, sigue pensando que solo si uno deposita sus 14 gramos en la urna puede sacar a pasear los cagüentales si se tercia.