N pleno siglo XXI, somos los James Stewart de La ventana indiscreta. Nuestra mirada al exterior, dejando a un lado las oportunidades que ofrece la tecnología moderna, se limita a las vistas que tenemos, en el mejor de los casos, desde la fachada principal de nuestra casa y las del patio de luces interior. Por la primera nos asomamos cada mañana para intentar descubrir algún detalle diferente 27 días después de habernos encerrado en nuestros domicilios. Los privilegiados pueden tener una vista a la naturaleza o a un jardín. El común de los confinados ha de conformarse con el edificio de enfrente. Y en este intentamos averiguar cómo transcurre la vida de sus inquilinos. Vemos sus rutinas y que las persianas se levantan más tarde que hace un mes. Identificamos a nuestros vecinos cuando, a las 8.00 de la tarde, salimos a los balcones a aplaudir. Y contamos cuántos miembros tiene cada familia. Vemos quién es el marchoso que cada tarde enchufa los altavoces y pone a bailar a toda la vecindad. Comprobamos que las veladas son más largas que antes de dejarnos castigados y, si alguno no cierra las cortinas, podemos ver hasta qué programas de televisión o streaming son los que les hacen trasnochar. Y por el patio interior, más íntimo, menos discreto, oímos conversaciones ajenas a las que antes no prestábamos atención. Son las ventanas indiscretas que nos permiten imaginar otras vidas, otros ámbitos.

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