VOY a hablar de Franco de puro coraje. El personaje me queda muy lejos en el tiempo y el espacio, y lo cierto es que me acongoja más el facineroso Antonio Tejero. De ese picoleto que aún deambula por ahí tengo un vago recuerdo en aquel oscuro día de febrero de hace una porrada de años por el canguelo que se destilaba en la casa de mis aitites, donde literalmente nos atrincheramos tras el cole. Allí estuvimos buena parte de la familia hasta que se vio que era una bufonada o hasta que el tiro les salió por la culata, a saber, que el episodio es más turbio que una cacería de elefantes. Tenía toda la intención de pasar por alto la exhumación del amigo de Hitler y Mussolini por no seguir con la lata que ha sonado toda la semana pasada. Sin embargo, la imagen de esa familia de rapsodas sin oficio ni beneficio, enriquecidos bajo la sombra del puño de hierro del dictador, envueltos en sus títulos nobiliarios y reuniéndose para llevar a hombros el féretro del abuelo, me ha tocado seriamente las narices. Se puede admitir y hasta entender que haya fachas acechando en las esquinas, ellos se pierden la fiesta porque seguramente están tan amargados que viven mascando su bilis. Lo que no tiene ni un pase es que los Francos sigan intentando hacernos creer, casi medio siglo después, que aquel fascista que tuvo que estirar la pata para soltar las flechas y el yugo que oprimía a un país era solo un afable viejecito y la exhumación, un atropello. Lástima que la cosa no siga con la expropiación.