SE cumplen hoy dos años de la noche en que Felipe VI se autoexpulsó de Catalunya con un discurso beligerante que no solo obvió a los dos millones largos de independentistas que votaron el 1-O sino que los remató dialécticamente al justificar la violencia a que les sometieron los cuerpos policiales y sin apelar una sola vez al diálogo. Deben ser esos los valores republicanos que, según Pedro Sánchez, están encarnados en la monarquía española, una antítesis u oxímoron en toda regla que hace suponer que el socialista hizo pira el día que enseñaban las figuras literarias en el Ramiro de Maeztu, donde compartía pasillos y profesores, qué curioso, con Letizia Ortiz. Parece que tampoco asistió a las clases de Historia. El sanchismo, y en general su partido, se maneja mejor con el carácter vitalicio e impuesto de un rey, por aquello de la estabilidad que tanto persigue, que con el talante democrático de elegir a un presidente de la República cada lustro por la incertidumbre de su color político. No sorprende su visión después de que, nada más acceder por segunda vez a su cargo en Ferraz, tumbase una enmienda de las Juventudes Socialistas que pedía un referéndum para instaurar la Tercera República. Ábalos, Calvo y Lastra forzaron su retirada sabedores de que saldría adelante. Duró tanto como su proyecto federalista y plurinacional. Aquel 3-O hubo socialistas muy cercanos “preocupados” y “decepcionados”. Los mismos que hoy dicen amén a todo a Sánchez.

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