EL arte es belleza, a veces convencional, otras abiertamente rupturista. Lo que nunca debiera ser es una ofensa. Los aplausos del público del Festspielhaus de Salzburgo a Plácido Domingo han sido ofensivos. Se puede, y se debe, aplaudir a un artista por su trabajo y también por el dolor que en algunos casos ha tenido que soportar para poder expresar libremente sus ideas. Lo que no se puede es aplaudir como arte algo que nada tiene que ver con el arte. Independientemente de si el tenor español es culpable o no de las acusaciones que pesan sobre él, la adhesión ciega a su persona, el intento de cubrir con un manto de aplausos sus posibles comportamientos reprobables, convierten en un esperpento lo que debía ser un acontecimiento cultural y, por ello, bello. El público que le ovacionó en Salzburgo incluso antes de empezar a cantar demostró su nula sensibilidad hacia las posibles víctimas de Domingo. Juzgó al tenor, lo absolvió y condenó a las mujeres que lo denunciaron. Todo por el módico precio de una entrada al concierto. Tal vez la ovación respondía a algo tan bajo y tan alejado de lo que se entiende por arte como es evitar tener que reconocer que se ha pagado para ir a escuchar a un artista bajo sospecha. Dejarse llevar por la marea, por la masa, de un auditorio complaciente con el sospechoso tenor invalida cualquier comentario posterior del tipo “¡Qué concierto tan maravilloso hemos presenciado!” para cambiarlo por otro: “¡Qué espectáculo tan bochornoso hemos protagonizado!”