CRECIERON juntos y ligeramente asilvestrados hasta alcanzar la edad escolar. Hijos de un padre permisivo y una madre estricta, cada uno salió a su manera, como si no tuvieran un tronco común. Maduraron, o no, y se establecieron por su cuenta. Formaron sus familias y tuvieron descendencia. No todo era color de rosa pero lo parecía. No había problemas entre ellos, si acaso distintas formas de entender la vida y de vivirla. Se juntaban en las celebraciones familiares, esos cumpleaños y esas cenas de Navidad en la que los recuerdos daban paso a la añoranza del tiempo que no volvería. Pero un día llegaron, de sopetón, los problemas, las diferencias y las suspicacias. Se miraban unos a otros como si no se conocieran. Sospechaban de cualquier comentario o acción de los que hasta entonces habían sido sus hermanos. Y llegó la bronca. Desagradable, sonora e intensa. Se dijeron lo que se tenían que decir. Lloraron lo que tuvieron que llorar. Hasta que todo quedó meridianamente claro. Y entonces volvieron a mirar hacia adelante con un único objetivo: volver a ser una familia. Porque lo que está claro es que cuando la vida avanza, cuando los amigos van quedando atrás o en el camino, cuando sabes fehacientemente que has cruzado el ecuador de la vida y enfilas eso que llamamos tercera edad, ahí, en ese punto, solo queda la familia. La que estará contigo y con la que estarás hasta el último día.

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