LLEGA uno a preguntarse si son necesarios los debates electorales. En el pasado, compartíamos la convicción de que son imprescindibles para poder visualizar la capacidad, la profundidad del discurso y la firmeza de las propuestas de los candidatos. Que, además, permitía conocer a los líderes políticos y su contraste de ideas facilitaba nuestro posicionamiento ideológico. La dialéctica, entendida como el uso de la retórica para identificar una verdad mediante el contraste de ideas y argumentos opuestos entre sí, es en ese caso una herramienta virtuosa, leal al ciudadano y fundamento del fortalecimiento de la democracia. Para eso hay que estar dispuesto a que las convicciones propias, la retórica de uno, entren en contraste con las ajenas en igualdad, sin huir de los hechos mediante el recurso a la terjiversación de las palabras ajenas y la manipulación de las propias. Sin embargo, el discurso sostenido por algunos candidatos o candidatas, su utilización del escenario público para la mera escenografía y la negación del debate, impidiendo profundizar en los argumentos de fondo con un repugnante ejercicio de prestidigitación de las formas, construye una dialéctica putrefacta y desleal con el principio de ciudadanía, que busca conscientemente el engaño desde la convicción de estar en posesión de la verdad absoluta. Esto lo he visto en un debate televisado esta semana y da pavor. Es la amenazante convicción del fanatismo.