TIENE uno memoria suficiente para recordar la satisfactoria expectativa que despertó entre los más animosos el final de la Guerra Fría y la caída del Muro de Berlín. Los analistas del progreso hablaban de un tiempo de luz, sin amenaza nuclear ni conflictos por el modelo económico. Allí estaba Deng Xiaoping y su doctrina de “un país, dos sistemas” para la reincorporación no traumática de Hong Kong a China -antes, claro, de la represión de Tiananmén-. En los primeros años 90 del siglo pasado, se desfondó el apartheid en Sudáfrica y la dictadura militar en Chile. Los emblemas del viejo tiempo daban paso a discursos de cooperación. Incluso israelíes y palestinos compartieron acuerdos y premio Nobel de la Paz. El nuevo orden mundial auguraba el crecimiento continuo y la felicidad plena. Duró poco, todo hay que decirlo. La primera guerra del Golfo, la sangrienta descomposición de Yugoslavia y el asesinato de Isaac Rabin nos lo fueron aclarando. Hoy vivimos el escenario opuesto. EE.UU. basa sus relaciones mundiales en la confrontación; de la última crisis han salido nuevos ricos y nuevos pobres; Israel acaba de girar aún más hacia la derecha intolerante siguiendo la estela del populismo manipulador que triunfó en Polonia, Hungría, alimentó el atolladero del Brexit y medra en España. ¿Podemos confiar en que este tiempo de oscuridad sea tan efímero como aquel de luz y, en breve, todo sea un mal sueño? Sin mover un dedo, no. Habrá que pararlo en las urnas.