Uno se puede imaginar la satisfacción de los políticos de la oposición cuando ven que un miembro del gobierno enemigo dimite ante la presión ejercida por ellos. La alegría debe ser la misma tanto si la salida viene forzada por la implicación del cesante en un delito flagrante como si se produce, por usar un símil futbolístico, por un penalti injusto en el último segundo. Y ese jolgorio interior de los opositores será igualmente gustoso independientemente de si el político que deja su cargo es un baldragas o, por el contrario, es un eficiente gestor que ha mantenido el servicio del que ha sido responsable en cotas envidiables y envidiadas por sus colegas de cualquier parte del mundo. Es más, tal vez el regocijo sea aún mayor si se ha conseguido sustraer a los rivales una pieza de gran valía, sin importar demasiado que en ese perjuicio al enemigo político se pueda ver damnificado también el ciudadano. ¡Qué más da el ciudadano! Lo que prima es desgastar para ocupar el lugar del adversario. Poco importará, pues, si quien ha propiciado esa caída no cuenta con un relevo en condiciones para el día en que, quizá, consiga su propósito tras muchas jugadas maestras y algún que otro penalti injusto más y tenga que asumir la tarea de gobernar, que es bastante más complicada que predicar. La guerra es la guerra, y en la guerra uno no se anda con remilgos. Cualquier mediocre puede partir la tibia a un buen jugador, pero solo merecerá que le muestren la tarjeta roja.