Debo de ser el único ser humano que no sabe por dónde le da el aire respecto a la elección del nuevo Papa. Sé, claro, que hay 133 cardenales que podrían ser designados y que no cabe llamarlos aspirantes ni candidatos, puesto que no existe la posibilidad de postularse para la silla de Pedro, sino que la propuesta queda en manos de terceros. También estoy al corriente de que semejante mecanismo no impide que circulen listas con los mejor situados para suceder a Francisco. Dependiendo del medio que elija para ilustrarme, varían los nombres, las respectivas opciones de convertirse en cabeza de la Iglesia católica, las argumentaciones sobre sus méritos y, desde luego, la correspondiente adscripción a los bandos progresista, conservador o “cuarto y mitad”.

En la mayoría de los casos, se nota a la legua que estamos ante especulaciones de aluvión, tiros por elevación y verdades construidas a fuerza de que los cronistas y los vaticanólogos pardos —que son casi todos— se vayan copiando en bucle. Total, nadie se juega un gramo de prestigio. En cuanto el protodiácono salmodie el “Habemus papam” y pronuncie el nombre del elegido, la torrentera de vaticinios de lance pasará al olvido. En el siguiente bote, los sapientísimos augures que los habían propalado se adjudicarán el mérito de haber adelantado la decisión y pasarán a iluminarnos sobre cómo se conducirá el nuevo sumo pontífice.

Teniendo claro que el ritual se va a volver a repetir, renuncio a fingir que tengo algún conocimiento que vaya más allá del chascarrillo y me limitaré a seguir con atención lo que, fuera de toda duda, es un acontecimiento de escala planetaria y, además, está envuelto en una plasticidad (casi glamur) insuperable. A partir de ahí, como dicen los protagonistas de la elección para eludir su responsabilidad, todo queda en manos del Espíritu Santo, que, por cierto, tiene acreditados bandazos de gran magnitud. A ver si esta vez tira por un Bergoglio o por un Wojtyła. – Javier Vizcaíno