Uno cree que las canas, las arrugas y las muchas guardias en garitas diversas lo mantienen a salvo de caer en la pardillez, pero ni por esas. Los micrófonos de Onda Vasca son testigos de mi brindis por el final feliz de la complicada peripecia que devuelve a sus orígenes vascos a la emblemática empresa Talgo. Expresé mi alegría siendo consciente de que es muy pronto para cantar victoria porque las próximas etapas del viaje se presentan plagadas de curvas. Pero me parecía un buenísimo síntoma que el desenlace de la operación que estuvo mil veces a punto de descarrilar fuera celebrada por las tres fuerzas políticas nucleares en nuestro terruño. Nada esperaba de un PP que juega permanentemente al cuanto peor, mejor y, en sus sueños más húmedos, veía a la legendaria compañía ferroviaria en manos del conglomerado húngaro de obediencia al Kremlin. Una golosina para atizar a Sánchez y a Pradales (dos por uno) de no saber defender la “industria española”. Tampoco aguardaba nada de la menguante por vocación propia izquierda confederal vascongada, que está así, entre otras cuestiones, porque cuando se suscitan todo o nadas como este, saca toda la caspa del “exprópiese” justo antes de pedir otra de gambas en el chiringo de la esquina. Sin embargo, me confortó, y así lo dije, que EH Bildu mostrara su satisfacción por algo que había sido posible, ojo al dato, gracias a un presunto emporio voraz como Sidenor, a dos supuestas entidades financieras privatizadas y al concurso de los responsables institucionales del ultraliberal PNV y del tibio PSE. Aplicando la moviola sobre la participación de este último, sostuve, y está grabado, que me constaba que tanto su participación como la de Ferraz y Moncloa habían sido determinantes. Y así lo glosé, como un gran éxito colectivo. Imaginen mi cara de tonto cuando en los fastos a su mayor gloria, el reelegido secretario general de los socialistas vascos, Eneko Andueza, se atribuyó en exclusiva el triunfo. Como poco, una deslealtad talla XXL.