Guardamos todos en la memoria la sentencia que justificaba una violación porque la víctima llevaba una minifalda. O, más cerca, la interpelación de una jueza de Gasteiz a una víctima sobre si había apretado bien las piernas para evitar ser forzada o el comentario infecto de uno de los magistrados del caso de La Manada que solo apreciaba “un ambiente de jolgorio y regocijo” en las imágenes de la violación múltiple. A ese terrorífico catálogo de indecencias togadas se unió la semana pasada el casposo interrogatorio al que el juez Adolfo Carretero sometió a Elisa Mouliaá, la actriz que ha denunciado a Iñigo Errejón por agresión sexual. De entrada, clama al cielo que la palabra que hay que utilizar sea esa, interrogatorio, y no toma de declaración o de testimonio. El matiz es importante porque, a la vista de la actuación de su señoría, cabía pensar que el propósito era demostrar que se trataba de una denuncia falsa. Sin la menor empatía –peor: sin el menor respeto– y en un tono chulesco y agresivo, Carretero preguntó a Mouliaá durante cuánto tiempo estuvo Errejón “chupándole las tetas” o “tocándole el culo”. En otro momento, la interpeló sobre el motivo por el que el denunciado “se sacó el miembro viril”. “¿Para qué? No lo entiendo”, le espetó. Y aún siguió poniendo en duda su versión interrumpiendo el testimonio con expresiones como “¡Pero vamos a ver, señora!”. Y son solo unas pocas muestras de un trato indigno en cualquier escenario, pero más si cabe en sede judicial. Si añadimos el hecho de que, conforme a la costumbre cada vez más extendida, las imágenes fueron filtradas y se viralizaron, nos encontramos con que el daño infligido no es solo a una persona en concreto (que ya es inadmisible) sino a todos los esfuerzos que se hacen para que las víctimas de agresiones machistas acudan a denunciarlas. Lo tremendo es que más de un colega de Carretero quite hierro a sus métodos tabernarios dejándolos en un modo “incisivo” de llegar a la verdad. Asco.
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