Un mes de la dana. 226 muertos y muchas enseñanzas de esas que el dolor y la rabia marcan a fuego. O quizá sean solo recordatorios porque, en realidad, ya sabíamos que hay políticos que, además de torpes e irresponsables (o quizá por serlo), son mentirosos. Y también que las tragedias se utilizan como armas arrojadizas sin pudor. Que casi ninguna sigla está libre de pescar en el río revuelto de barro, pero que la extrema derecha lo hace sin el menor empacho; fueron los primeros en llegar, travestidos de voluntarios, y ahí siguen cazando futuros votos y reclutando incautos adeptos. Igualmente hemos vuelto a comprobar que las catástrofes, y mejor cuantos más muertos hayan causado, son un filón para difundir bulos. Claro que eso es porque se ha descontrolado el tamaño del ejército de buleros sin escrúpulos en proporción directa al número de seres humanos con ojos y boca dispuestos a tragarse lo que haga falta, mayormente, si la trola confirma sus prejuicios, o su sesgo, como se dice en fino. Y si, como hemos vuelto a comprobar, los desinformadores lo tienen a huevo porque los informadores oficiales les dejan todo el campo libre. ¿Por qué nos creímos, por ejemplo, que había centenares de muertos en los aparcamientos subterráneos? Pues, sobre todo, porque quienes tenían los datos y podrían haber cortado de raíz la propagación de la falacia se quedaron con las manos en los bolsillos silbando a la vía.
¿Más aprendizajes? Otro de carril: que el morbo vende en los medios y sus difusores tienen los santos bemoles de disfrazarlo de servicio público. Los que lo consumen con delectación llevan su parte de responsabilidad. Y, por no extenderme, termino señalando otra de las plagas bíblicas de situaciones como la que ha devastado parte del sudeste peninsular: el turismo de desastre. Hablo de esa pulsión que se embadurna de presunta o, incluso, de auténtica buena fe para terminar siendo un estorbo cuando la intención declarada era echar una mano.