No diré las suficientes veces que los extremos no es que se toquen sino que se magrean con voluptuosidad. Acabamos de verlo con las reacciones destempladas de las banderías ultras de una y otra orilla a la designación de Miren Arzalluz para tomar el relevo del muy solvente Juan Ignacio Vidarte al frente del museo Guggenheim de Bilbao. Los regüeldos dialécticos de los más patriotas de aquende y allende Pacorbo, en expresión acuñada precisamente por el padre de la futura responsable de la pinacoteca, son indistinguibles, sobre todo en la pobreza argumental de la diatriba. Sin tener la menor idea de la trayectoria de la escogida después de un minucioso proceso de selección en el que se han estudiado con lupa currículos de cinco estrellas, los farfulladores pregonan que la elección obedece única y exclusivamente a su apellido. O, más directamente, a su condición de hija de quien sin lugar a la discusión ha sido uno de los políticos más importantes de nuestra historia. No cabe mayor simpleza argumental ni más fiel encarnación del refrán que sostiene que el ladrón cree que todos son de su condición. También es para nota la exhibición de ignorancia atrevida (o atrevimiento ignorante) de algunos malmetedores. Qué soponcio, escuchar al encargado de la franquicia vasca del PP, Javier de Andrés, pontificando que la futura directora del Guggenheim no sabe nada de arte contemporáneo, como si él estuviera al cabo de la calle de lo que se cuece o se deja de cocer en ese ámbito. Un vistazo a la trayectoria profesional, a los logros acreditados y a la consideración internacional de Arzalluz debería bastar para tener claro que sus méritos no derivan del parentesco, más allá de compartir los genes de una personalidad brillante como fue el azkoitiarra. Al contrario, cabría pensar que ser hija de quien es ha podido significar para su carrera (y quizá también para ciertos aspectos de su vida personal) más un obstáculo que una ventaja. Pero hay quien se niega a verlo.
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