Ando tarde. Sabía de la existencia del derecho a no declarar en sede judicial o, un escalón por debajo, policial. No me constaba que la misma figura fuera calcable para las comparecencias en comisiones parlamentarias de investigación. Que no pongo en duda que esté recogido en los reglamentos de las cámaras. Lo que ocurre es que no alcanzo a recordar otra ocasión en que la persona llamada a aportar su testimonio se haya negado en redondo a hacerlo. En mi memoria, y seguro que en la de los amables lectores, están las imágenes de José María Aznar, Mariano Rajoy, Esperanza Aguirre, Rodrigo Rato, el Bigotes de la Gürtel o el comisario cloaquero Villarejo sometiéndose a duros interrogatorios de las y los representantes de la soberanía popular. Con más o menos ganas, con más o menos chulería, con más o menos solvencia, hemos visto a los mencionados pasar un trago que ya imaginamos no sería agradable. Sin embargo y, por lo que veo, para asombro de nadie, Begoña Gómez, esposa del presidente del Gobierno español, rehusó ayer contestar a las preguntas de los diputados de la Asamblea de Madrid. Su presencia se limitó a un minuto en el que se reivindicó como profesional de larga trayectoria y denunció ser víctima de maniobras “con un objetivo político”. Sobre su currículum y su prestigio, poco puedo decir porque hasta ahora no eran de relieve sus logros, si bien suena raro que alguien que carece de una titulación superior pueda codirigir cursos de posgrado. En cuanto a lo de la persecución mediática, política y judicial que está padeciendo, solo con muy mala fe podría refutársele. Es obvio que Gómez, por ser su marido quien es, está en el centro de una cacería inmisericorde que busca derribar el actual gobierno español. Pero, igual que se dice lo cortés, hay que subrayar lo que, en este punto, parece valiente. A saber, que algunas de sus actuaciones han podido ser legales pero dudosamente éticas. Cuanto más se resista a explicarlas, más sospechas generará.
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