Los aniversarios proporcionan material abundante para llenar espacios informativos, opinativos o, lo que más se lleva ahora, entreverados de lo uno y lo otro. Nadie espere, sin embargo, grandes aprendizajes o profundas reflexiones. Eso, si llega, se deja para los libros de Historia o los sesudos estudios académicos. El día a día se alimenta de material más pedestre. Proclamas con sesgo ideológico, ascuas arrimadas a la sardina propia o, resumiendo, interpretaciones maniqueas de la realidad que no dejan opción a las medias tintas. Cualquier intento de mirada amplia que trascienda los prejuicios es un esfuerzo inútil, no solo condenado a la melancolía sino a la acusación por partida doble –de tirios y troyanos– de defender los postulados del enemigo.

Es lo que llevamos padeciendo desde que, hace un año y un día, tuvimos noticia de la brutal matanza de civiles israelíes perpetrada por Hamás. Ya solo decirlo así, con las palabras que acabo de utilizar, nos convertía en abanderados del sionismo. En la versión más dulce de los guardianes de la ortodoxia progresí, aquel baño de sangre suponía la justa y necesaria respuesta del pueblo palestino a tres cuartos de siglo de opresión y represión sin cuartel por parte de los hebreos. Era en vano tratar de explicar que, sin negar ni remotamente la veracidad de la acusación a Tel Aviv, no cabía identificar al pueblo palestino con Hamás. A la recíproca, cuando llegó la inevitable respuesta, que sabíamos que sería desproporcionada aunque no al punto brutal que lo está siendo, denunciarla sin ambages implica que desde la contraparte autora de las masacres se nos tilde de conniventes con el terrorismo islamista y, por descontado, contrarios al derecho de la población de Israel a vivir de forma segura. Y en esa espiral seguimos al paso de un calendario completo, atrapados entre los justificadores de unas u otras matanzas y señalados ahora como sionistas, ahora como antisemitas.