Ahora ha sido Austria. “Triunfo histórico” de la extrema derecha, aúllan los titulares copiándose unos a otros. Lo cierto es que tenemos poca memoria. En el país centroeuropeo donde, por cierto, vio su primera luz Adolf Hitler, los ultras ya llevan un tiempo en la cresta de ola. A nadie le puede sorprender que ahora hayan arrasado en las elecciones. No hace falta un máster en política internacional para tener claro que las formaciones neototalitarias están en un auge que, de momento, se antoja imparable. Lo acabamos de ver en el estado germano de Turingia, con otra victoria inapelable del partido xenófobo Alternativa por Alemania, que unas semanas después quedó como segunda fuerza en Branderburgo, resultado, este último, que a muchos entusiastas con venda autoimpuesta en los ojos les pareció magnífico y lo celebraron contando que los socialdemócratas “habían parado los pies a los fascistas”.
Ese voluntarismo tontorrón es uno de los síntomas y, a la vez, consecuencias de la gran enfermedad que estamos padeciendo. Los que con más brío y más aspavientos se echan las manos a la cabeza ante el fenómeno siniestro solo lo combaten a base de consignas molonas y lugares comunes, evitando siempre entrar en el fondo de la cuestión. En ese punto es donde los tirios y los troyanos se parecen entre sí como gotas de agua. Unos y otros coinciden en la simplificación grosera de los diagnósticos y en las propuestas de solución. Así, los populistas tiran de trazo grueso con sus caballos de batalla favoritos, especialmente con los supuestos problemas derivados de la inmigración, y sus teóricos antagonistas hacen exactamente lo mismo o incluso algo peor, pues optan directamente por negar a los votantes la propia realidad en la que viven y los conflictos que perciben. De propina, cualquiera que pretenda un debate mínimamente sosegado sobre la cuestión es tachado al instante de racista sin opción a réplica. Y ahí se pierden los votos razonables.