EN muchas ocasiones, es imposible no descubrirse ante Pedro Sánchez y/o quienes le susurran al oído sus tácticas y estrategias. La jugada del ultimátum para la renovación de Consejo General del Poder Judicial ha sido maestra.

Abandonada la fórmula del cambio por las bravas de las mayorías necesarias en las Cortes porque seguramente no pasaría el filtro europeo, propugna que se le quite al Consejo la facultad de elegir a los jueces del Tribunal Supremo y los Superiores de Justicia de las comunidades autónomas. En lo sucesivo, el acceso a esas magistraturas se llevaría a cabo por acreditación de méritos y criterios objetivos.

Dejando de lado que tal objetividad no parece fácil de alcanzar en una cuestión tan delicada, lo mejor de la propuesta de Sánchez es que no es suya, sino, ¡tachán-tachán!, del actual presidente interino del órgano caducado, Vicente Guilarte. Ya lo propuso hace unos meses y volvió a dejarlo negro sobre blanco en un artículo que publicó en El País hace diez días.

De su propia medicina

Así que el avispado y resistente inquilino de Moncloa, al anunciar sus intenciones, habló literalmente de “la solución Guilarte”. Gol por toda la escuadra, aunque el aludido se lo ha tomado a la tremenda. Ayer mismo salió a ponerse en público la venda antes de tener la herida para advertir a Sánchez de que “no se puede cambiar la elección de los jueces del gobierno para que el Gobierno influya en sus decisiones”.

Quedó retratado una vez más el interino. Ahora resulta que su propia propuesta facilita también que los gobernantes se monten tribunales a su gusto.

En el mismo lance, el motejado como Perroxanxe también consiguió romper la cintura del ya de por sí nada flexible Alberto Núñez Feijóo. Tras el ultimátum, el presidente del PP se ha sentido interpelado y ha reconocido, medio rezongando, que hay que retomar la negociación. “Desde el punto en el que estaba antes del chantaje”, apostilló para que no pareciera que lo llevaban del ronzal.

La primera triste conclusión de lo que les cuento es la de ese tremebundo refrán: “Ni cenamos ni se muere padre”. La segunda es que, en el fondo, al ciudadano de a pie estas peripecias le interesan entre poco y nada.