La fidelidad de voto en Euskadi es un bien cada vez más escaso. Se vio de nuevo anteayer, con el PNV cayendo al tercer puesto después de haber cosechado el primero solo hace mes y medio. En la misma voltereta, EH Bildu se subió a lo más alto del podio con el PSE pisándole los talones, cuando el 21 de abril, incluso con un buen resultado, los socialistas fueron tercera fuerza. Hay factores que explican estos vaivenes, empezando por el planteamiento plebiscitario de los comicios, la escasa importancia que se le concede a las europeas y la fatiga que llevamos después de cuatro citas con las urnas en apenas un año. La enumeración basta para comprender que todos ellos han afectado especialmente a los jeltzales, que pese a haber cumplido el objetivo de retener la representación en el Parlamento Europeo, reconocen abiertamente que muchos de sus posibles votantes se quedaron en casa y otros cuantos miles, como ya ocurrió en las generales de julio de 2023, corrieron a apoyar a los socialistas para evitar o, como poco, aminorar la victoria del PP.

Sin perder de vista la influencia del desgaste que conllevan años gobernando en las principales instituciones y ser objeto de una oposición por todos los puntos cardinales ideológicos, cada vez estoy más convencido de que esa circunstancia, la orientación del voto en función de cada contexto concreto, está pesando ahora en los últimos resultados del PNV. Pero ojo, que el partido liderado por Andoni Ortuzar no es el único que está al albur de esas fluctuaciones. La ahora pujante EH Bildu sufrió no hace demasiado el mordisco del emergente Podemos, que también puso contra las cuerdas a los socialistas. Y si lo analizamos a la inversa, estamos viendo cómo la mayoría de los votos de la llamada izquierda confederal han regresado a sus lugares de origen, provocando el desplome de ese espacio. La conclusión es que nadie tiene asegurado el voto por más tiempo del que quien lo emite estima necesario.