Cuatro días antes del 24 de febrero de 2022, cuando algunas instancias internacionales alertaron sobre los inminentes planes de Rusia de invadir Ucrania, Judas Putin lo negó tajantemente y denunció una campaña de falsedades para ensuciar el buen nombre del Kremlin.

Pero no fue solo el zar del siglo XXI el que se hizo el ofendido. Los más progresistas entre el Volga y el Manzanares pusieron el grito en el cielo por lo que calificaban como insidia conspiranoica de la OTAN y el neoliberalismo planetario para proteger al “régimen nazi” de Kiev.

Cabría pensar que, cuando, hace hoy dos años exactos, se consumó la agresión, la vanguardia del pensamiento correcto admitiría su error de apreciación. Pero ese trasatlántico no dispone de palanca de marcha atrás. Así que los discursos negacionistas iniciales viraron hacia la justificación de la operación de castigo rusa por las provocaciones del atlantista Zelenski.

¡Mejor que se rindan!

En una versión más suave pero igualmente inmoral, la izquierda verdadera se embarcó en una ofensiva mediática exigiendo que el pueblo ucraniano se rindiese para evitar la prolongación de su sufrimiento. Mandaba muchas pelotas que los que se ponen pilongos canturreando Bella, Ciao!, recordando el ¡No pasarán! o aplaudiendo con las orejas la resistencia sahauraui o palestina abogaran esta vez por que la ciudadanía agredida hincara la rodilla ante unos invasores infinitamente superiores en medios y experiencia bélica.

Esa fue otra. Las mesas de tertulia televisivas se llenaron de generalotes del glorioso ejército español expertísimos en la materia que pontificaban que Rusia se iba a merendar Ucrania en tres o cuatro semanas.

Como comprobamos en esta jornada de triste aniversario, ese pronóstico no se cumplió ni remotamente. Gracias a la ayuda exterior pero también al arrojo de las ucranianas y los ucranianos, el gran aparato militar ruso -en realidad, pobres diablos utilizados como carne de cañón- no ha conseguido su objetivo.

Todo ello, con una atención mediática que ahora prácticamente es de oficio en consecuencia con el casi nulo interés de la opinión pública. Es lo que hay.