LAS protestas del campo europeo, que empezaron en el norte y en el centro del continente, han ido bajando y como estamos viendo, se han intensificado en el siempre combativo estado francés. De momento, no han cruzado a este lado de la muga, aunque parece que será cuestión de poco tiempo que nuestras y nuestros baserritarras se sumen a las movilizaciones. Desde luego, no les faltan motivos para el descontento. De hecho, los vienen acumulando desde hace decenios y, sin dejar de reconocer el esfuerzo de las administraciones –especialmente, las cercanas–, parece incontestable que la situación del sector primario no ha dejado de empeorar.

Si, como yo, son lectores de los incisivos textos dominicales de Xabier Iraola en la sección Kanpolibrean de este mismo diario, sabrán que el cúmulo de dificultades que tienen que afrontar quienes se dedican a la agricultura o la ganadería se resumen en dura realidad: su actividad no les genera beneficio. Traducido, pierden dinero, y si pueden sacar la cabeza mal que bien es rascando esta o aquella ayuda que, para colmo, los retrata socialmente como un sector subvencionado, cuando esa no es ni remotamente su intención, pues quisieran poder vivir, como todo el mundo, de su trabajo. ¿Quién se lo impide? Supongo que lo fácil es apuntar hacia arriba y dirigir el dedo a las antes citadas administraciones, empezando por la europea, y, como culpables mayores, a las grandes cadenas de distribución que someten a los productores a condiciones leoninas. Hay mucho de eso, pero si hablamos con sinceridad, debemos admitir que los consumidores de a pie no somos espectadores pasivos del drama. Ocurre, por decirlo descarnadamente, que, por muy solidarios y empáticos que nos mostremos con la gente del campo, nuestros comportamientos en el lineal del supermercado no ayudan, en general, a mejorar su situación. Denle una vuelta.